por Yoani Sánchez
Hace un par de meses tuve el gusto de hablar en un hotel habanero con un periodista extranjero que había escrito un largo artículo contra mí. La charla fue muy amena, aunque le reproché el haber redactado un texto tan extenso sin entrevistar antes al objeto de su diatriba, una persona viva y fácilmente localizable en La Habana. Después de dos horas de preguntas y respuestas, nos dimos cuenta que ambos queríamos básicamente lo mismo: un marco de respeto para nuestras ideas. Él lleva a cabo una cruzada contra los medios hegemónicos imperantes en su país y yo trato de que los cubanos puedan sacudirse el monopolio informativo estatal. Visto así, se trata de aspiraciones similares.
Hace un par de meses tuve el gusto de hablar en un hotel habanero con un periodista extranjero que había escrito un largo artículo contra mí. La charla fue muy amena, aunque le reproché el haber redactado un texto tan extenso sin entrevistar antes al objeto de su diatriba, una persona viva y fácilmente localizable en La Habana. Después de dos horas de preguntas y respuestas, nos dimos cuenta que ambos queríamos básicamente lo mismo: un marco de respeto para nuestras ideas. Él lleva a cabo una cruzada contra los medios hegemónicos imperantes en su país y yo trato de que los cubanos puedan sacudirse el monopolio informativo estatal. Visto así, se trata de aspiraciones similares.
Entre las estrategias más usadas por el discurso oficial en Cuba está la de separar a los ciudadanos en compartimentos no conectados. En la medida que cada uno se niega a escuchar al otro, no pueden constatar que tienen observaciones afines sobre su realidad y deseos confluentes de mejorar el país. Por eso se sataniza al crítico y se le impide a los periodistas oficiales invitarlo a los estudios de la televisión a participar en esos paneles aburridos donde todos tienen el mismo punto de vista. Se repite la táctica de “echar a pelear” a personas que sentadas frente a una taza de café confirmarían sus afinidades en lugar de ahondar en sus diferencias. Siempre que escucho denigrar a alguien con adjetivos encendidos al estilo de “mercenario” o “vendepatria” me percato de que el emisor de tantas calumnias teme –en su interior– que en un debate no pueda dejar los gritos y argumentar sus ideas. Los que ofenden son, generalmente, los que temen a la sana polémica por estar carentes de razones.
He leído con sorpresa y optimismo el intercambio de cartas entre Silvio Rodríguez y Carlos Alberto Montaner. Cuando dos figuras que han sido colocadas en las antípodas pueden llevar a cabo una controversia sin apelar al alarido o a la amenaza, es señal de que las inyecciones de crispación ya no funcionan. De pronto hemos visto como el cantautor de la “utopía” y el “archienemigo” del gobierno han comenzado a mantener correspondencia y a debatir sus puntos de vista. Me pregunto si esa es la señal de arrancada para que en el interior del país un miembro del partido comunista pueda sentarse a dialogar con otro que pertenece a un grupo de la oposición. ¿Estaremos asistiendo al derrumbe de las paredes interiores que nos aislaron a unos de otros? ¿Cuántos más estarían dispuestos a dejar a un lado la injuria y sentarse a conversar? Quisiera creer que sí, que el mero hecho de responderle a un contrincante es la prueba de que se le respeta, la mejor forma de validar su existencia y su derecho a pronunciarse.
Publicado en: http://www.desdecuba.com/generaciony/